viernes, 15 de octubre de 2010

NIÑO DIOS


NIÑO DIOS

El niño Dios
es un jirón de hilachos,
unos dedos anchos
que deshacen
las entretejeduras de un caballo
para pretender,
con lo seco que lo hicieron, percibir
los pálpitos de lo vivo.

Ese trapo puerco,
ese torniquete mal puesto
en la espalda del equino
es el Santísimo
separando costilla a costilla
para sentir señales del pulso.  

Busca a contrapelo
un puño de niño
como el suyo,
unos pasos dispersos
entre las venas 
porque
sabe que hace muchos siglos
dejó un trazo sonoro
en el centro de cada ser.

Cava y quita
todo el cuero que puso
circulando
lo que en un segundo y con el aire
se deshace.

Deja solo el eco
del cabrón en la sangre
como el sabor de un clavo
galvanizado, como una cosa
de siluetas,
y las heridas incurables
de quitarle el corazón
o de romperle una pata
al equino.

Ese jirón de espejos,
esas pestañas prestadas  
por los que nacen ciegos
y nunca les sirven para nada,
son Dios un día, son el Sacramento
buscando en el fondo de un caballo
el fin para su infinidad,
el suicidio del Ansia Para Siempre:  

encarnándose un corazón
que, como reloj, le garantice
que no hay nada más lejos.

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