martes, 14 de diciembre de 2010

ADVIENTO


Vino el adviento
y pudimos perdonar.

Para quien espera,
ese fue un casto silencio,
el estático tiempo
marcado, para los niños, por las mordidas de perro 
y el temor a la rabia.

Para nosotros
hubo penurias:
cada culpa acumulada
astillando como llanto de cristal
las paredes endebles de las venas,

todos nuestros enemigos muertos,
paja sigilosa, ancla de eco a nuestros pasos,
recordándonos cada día
el camino al fin del sufrimiento:

el mango de un hacha,
el lugar donde guardamos madera
y aminora el ruido del alma
que, libre de peso,
torpe paso de niño apenas aprendiendo,
sombra confundida con los senderos del escape,
tropieza con todo.

No somos asesinos.

Sentimos el mismo pecado,
los dientes del perro
adentro, diluyéndose
el calcio
para hacer otro fantasma
de fuego fatuo:
 
las vidas de esos
urdidas en nosotros
como aquellas dentelladas.

Afuera los niños han aprendido
a patear a los perros,
a dispersar su mordida
con la punta del pie,

a reírse de la rabia.

Por eso vino adviento
y por fin pudimos perdonar. 

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