martes, 14 de diciembre de 2010

ADVIENTO


Vino el adviento
y pudimos perdonar.

Para quien espera,
ese fue un casto silencio,
el estático tiempo
marcado, para los niños, por las mordidas de perro 
y el temor a la rabia.

Para nosotros
hubo penurias:
cada culpa acumulada
astillando como llanto de cristal
las paredes endebles de las venas,

todos nuestros enemigos muertos,
paja sigilosa, ancla de eco a nuestros pasos,
recordándonos cada día
el camino al fin del sufrimiento:

el mango de un hacha,
el lugar donde guardamos madera
y aminora el ruido del alma
que, libre de peso,
torpe paso de niño apenas aprendiendo,
sombra confundida con los senderos del escape,
tropieza con todo.

No somos asesinos.

Sentimos el mismo pecado,
los dientes del perro
adentro, diluyéndose
el calcio
para hacer otro fantasma
de fuego fatuo:
 
las vidas de esos
urdidas en nosotros
como aquellas dentelladas.

Afuera los niños han aprendido
a patear a los perros,
a dispersar su mordida
con la punta del pie,

a reírse de la rabia.

Por eso vino adviento
y por fin pudimos perdonar. 

lunes, 1 de noviembre de 2010

RELÁMPAGOS


RELÁMPAGOS

Como remilgos
los rayos
zurcieron el cielo
y quitaron de las techumbres
el brío de espejos
que, después de bracear el aire,
dejaron los pájaros
durante el día.

Como antorchas
y haches de chispas
alargadas por el viento,
como estrellas deshiladas
desde adentro,
las centellas se descolgaron
del cielo
prendiendo pasto
y asustando a las mulas
que en sus ojos era hierro tanto fuego,
como en los nuestros un daguerrotipo.

Ese era otro azul,
ese, del que se colmó
la mansedumbre inmensa
con borrascas y bramidos
del viento que, con su fricción
de fósforo,
hasta a los fuegos fatuos inflamaba.

Ese era otro azul,
ese, el que brotaba
de las vacas
para consumirlas
y confundirse con las fulguraciones
del calcio
que el mismo fuego,
a fuerza de adentrarse,
en segundos les doró de los huesos.

Ya nuestras sombras
se subían prendidas al caballo,
ya las espuelas de ellas
espejeaban
una opacidad de centella,
ya los relinchos de nuestras recuas
se rizaban en sus contornos
como cuando prendes pelo.

“Vámonos cabrones”
grité a los llaneros  
y todavía el ganado encendido
nos siguió un gran trecho
hasta que se fueron tropezando
con las bolas de fuego
que ellos mismos hacían
con su trote y la tierra
como perros que, celando
una perra,
se matan con sus mismas mordidas.

viernes, 15 de octubre de 2010

NIÑO DIOS


NIÑO DIOS

El niño Dios
es un jirón de hilachos,
unos dedos anchos
que deshacen
las entretejeduras de un caballo
para pretender,
con lo seco que lo hicieron, percibir
los pálpitos de lo vivo.

Ese trapo puerco,
ese torniquete mal puesto
en la espalda del equino
es el Santísimo
separando costilla a costilla
para sentir señales del pulso.  

Busca a contrapelo
un puño de niño
como el suyo,
unos pasos dispersos
entre las venas 
porque
sabe que hace muchos siglos
dejó un trazo sonoro
en el centro de cada ser.

Cava y quita
todo el cuero que puso
circulando
lo que en un segundo y con el aire
se deshace.

Deja solo el eco
del cabrón en la sangre
como el sabor de un clavo
galvanizado, como una cosa
de siluetas,
y las heridas incurables
de quitarle el corazón
o de romperle una pata
al equino.

Ese jirón de espejos,
esas pestañas prestadas  
por los que nacen ciegos
y nunca les sirven para nada,
son Dios un día, son el Sacramento
buscando en el fondo de un caballo
el fin para su infinidad,
el suicidio del Ansia Para Siempre:  

encarnándose un corazón
que, como reloj, le garantice
que no hay nada más lejos.

jueves, 7 de octubre de 2010

Un cuento de una autobiografía


La autobiografía (entrega número seiscientos cuarenta y ocho)

Mas interesante, díjome un amigo mío al devolver este manuscrito,
hubiera sido un relato de tu vida misma.
¿Será así? ¿Tendrá más sabor para el público una autobiografía,
llena de reveses y sinsabores vencidos,
que este discurrir al margen de una existencia
 sin más rumbo que el horizonte promisor?
 No sé.
Ricardo Güiraldes, Prólogo a Don Segundo Sombra


Nunca su afán había ido más allá de lo histórico y de lo puramente autobiográfico. Sin embargo, no podía evitar que gran parte de esa obra versara sobre sus sueños. Era imposible no haberlos incluido en los seiscientos treinta y seis capítulos que llevaba escritos hasta entonces.
Quizá había sido lo más difícil que había relatado en su vida. Por eso algunas noches entraba a su cuarto y lo contemplaba largamente durmiendo para, en la expresión superficial del sueño, encontrar los retazos que le dieran verosimilitud a su narración. Las frases inconexas obtenidas de aquellas veladas le servían para hilar algo, algo que siempre tenía que completar con los alcances de su imaginación y con lo poco que sabía del viejo cuando era joven y marchaba en tierras lejanas como capitán del Segundo Imperio francés. 
Pero, al fin y al cabo, eran sueños y, en gran medida, estaba justificada su ficción. Ahora, sin embargo, había llegado el momento decisivo en su carrera. Hacía tiempo que se le habían terminado las líneas para hablar de lo que llaman (en algunas vidas que están plenamente justificadas por el acontecimiento de un único suceso insólito) “todo lo demás”. Pese a eso, todavía no se sentía dispuesto a enfrentar las dificultades propias de contar lo incontable(como en aquellos doce meses que tardó en completar la historia de una pesadilla de niño que por retazos le había mencionado el capitán). Ahora, por el camino que llevaba la novela, tenía que narrar ese día.
Le dio largas a su pluma cuando, en el capítulo seiscientos veintitrés, se encontró describiendo los primeros estertores de la batalla. Sintiendo que se adelantaba demasiado y que, si seguía con ese ritmo, llegaría rápidamente al momento indeseado, decidió regresar para desarrollar minuciosamente las características de los batallones formados, obviando que, entregas antes, ya había empezado el conflicto entre ellos.
Describió, en primer lugar, los uniformes. Recorriendo de izquierda a derecha cada línea de soldados, dio un certero inventario de los tipos de indumentaria. Una vez agotada la síntesis de las diferentes jerarquías marciales a través de sus atavíos, pasó a hablar de la diversidad de sus armas. Los fusiles de infantería, los sables de los oficiales y las artillería vanguardista francesa contrastaban con los machetes, los trinches y tenazas con que pelearían sus enemigos. Alguno que otro cañón destartalado se asomaba tímidamente por entre las piernas de esos hombres mal vestidos. Sería precisamente con el destino de una de esas armas dispersas con el que el escritor entretejería el final de su obra.      
Esta digresión le valió solamente para diez capítulos. De repente, a falta de invención, se sintió obligado a seguir con las acciones y con la ruta que corría hacia el cumplimiento de su última entrega. Desde entonces, y en la medida en que continuaba sobre ese sendero, fue construyendo inimaginablemente la verdad. Pocas crónicas han narrado con tal precisión los sucesos de ese día. (Y quizá sólo sabiendo lo que podía ver del miedo y del sufrimiento a través de los ojos del capitán).
 Los dos ejércitos llevaban días amenazándose desde lejos, planeando la estrategia para encontrarse, al final, a medio monte (unos bajándolo, otros subiéndolo) y, entonces, reventarse la batería encima. Ese era el capítulos seiscientos cuarenta y seis, por el que, después de las doscientas páginas (diez entregas) de aridez narrativa y un público que, insatisfecho, se disponía a dejar de comprar los folletines, la novela recuperó a sus lectores y, milagrosamente, pues hacía años no encontraba nuevos asiduos, logró vender dos mil ejemplares más de lo que cotidianamente despachaba tres días.
Las tropas se acosaron a la mitad de la montaña y, por tres capítulos, los franceses mantuvieron su posición en el fuerte. Al cuarto, y pese al favoritismo de los aficionados, empezaron a peder. Mientras los mexicanos los acosaban arriba, en alguna de las calles de París de esos días se podría haber escuchado a un hombre (con el montón de papeluchos de la novela bajo el brazo) maldiciendo al emperador Maximiliano. Fue una época interesante en donde los ciudadanos, por medio de unas cuantas páginas de pésimo papel, pudieron saber y sentir lo que hacía algunos años les había sucedido lejos a sus compatriotas.
El siguiente ejemplar versó de un heroico movimiento efectuado por el capitán. Poco a poco, yendo de lo general a lo particular, el escritor fue centrando la atención del lector (diseminada por la violencia acontecida alrededor del fuerte) en el protagonista de su autobiografía.  Capítulos antes se mencionaba la toma de parte del cerro por el ejército mexicano y, de la mano a este suceso (ahora explicaba) había sucedido la captura de un cañón francés. El acceso a esa parte del peñón estaba prohibida a los franceses por su propia pólvora. Encargado a resistir el avance mexicano bajo unos árboles, el capitán mal recibía los golpes enemigos. Astillas de viejos huizaches (para esta palabra tuvo que hacer una aclaración pese a que, como sus lectores, nunca había visto uno en su vida) llovían en las espaldas azules de su batallón. Pronto perderían el puesto.
Entonces asentó los pensamientos que en esos momentos (imaginó) le pasaron por la cabeza al capitán. En primera persona como se había acostumbrado a narrar todo el libro (como también lo había hecho con la firma del capitán) capturó la angustia de aquel pasado imprimiendo las notas necesarias para el aflore del heroísmo en su protagonista y, por consiguiente, del nacionalismo en su público lector.
Con aquella determinación puesta por la impronta de las palabras en las pasiones, el capitán, saliendo de su trinchera de un salto y, seguidamente, corriendo colina arriba, se arrojó sobre el fuego que ponía en jaque a sus paisanos. Las balas rozaron su cuerpo y sólo la pluma impidió que lo penetraran. Con el filo de la bayoneta el capitán asoló a los cinco mexicanos que controlaban el cañón. Detrás llegaron sus compañeros para socorrerlo y una nueva esperanza de victoria nació en los corazones de los lectores. Ese relato un día lo había escuchado de los labios del mismismo héroe.
Sin embargo, pese al revuelo que causó ese ejemplar, sólo el escritor estaba al tanto del trágico final que acontecería en el número siguiente.
El polémico capítulo seiscientos cuarenta y ocho fue provocado por un recuerdo del escritor cuando niño. De aquella memoria infantil todavía se le presentaba, inexplicable y premonitoriamente en muchos momentos de su vida, un sentimiento extraño y melancólico que alguna vez debió de haberle visto al capitán en los ojos. Provocado seguramente por la crudeza de la batalla de ese día y advertido impregnado en el alma del militar, el escritor, al narrar el suceso que lo arruinaría para siempre, quiso regalarle (como le había regalado gran parte de su genio) el reconocimiento de aquél sentimiento. Era como si le dijera con ello que lo comprendía, que sabía perfectamente que era tener ese dolor adentro. 
 El sufrimiento había empezado cuando, de niño, en algún pueblo aledaño a Vichy donde vivía, el escritor (del que nadie supo nunca el nombre ni la existencia pues siempre firmó con la signatura del capitán) se enteró de que un hombre había caído de noche en un pozo. Era invierno y una nevada espesa cubría toda la aldea. El hombre regresaba a su casa en la oscuridad cuando, parte por la borrachera, parte por la nieve, se tropezó en el hoyo conciliado por la blancura. Murió de hipotermia en la madrugada. Tiempo después, el joven artista se enteró de que, durante el transcurso de la noche, el caído estuvo gritando por ayuda hasta que se le secó la garganta con el hielo que se le había formado en el diafragma. Muchos lo habían escuchado y nadie quiso salir de sus casas para ayudarlo. Fue precisamente ese vacío, provocado desde entonces por sentirse culpable de aquella muerte evitable, el que el autor materializó en la pérdida de la pierna del capitán por un cañonazo enemigo en el último capítulo de su obra maestra.   
Del mismo modo, la narración se había visto influenciada por lo que escuchó decir, en repetidas ocasiones, a personas que perdían partes del cuerpo por amputaciones: la mayoría las seguía sintiendo presentes, a veces, durante toda la vida. Y ese sentimiento era el que, supuso, sentía un soldado cuando le cortan por partes la hondura de su alma.
 Fueron pocos los que, después de haber leído el último de los folletines autobiográficos de capitán, viendo al militar caminar por las calles de París con sus dos piernas, entendieron la ausencia de algo en él y, como el escritor, lo compadecieron.
Los más, no entendiendo esa supuesta incongruencia entre lo narrado y la realidad, despreciaron la obra asignándole, despectivamente, la palabra de “literatura”. 

sábado, 25 de septiembre de 2010

NORIAS

NORIAS

Las norias
son las nadas
de los campos
y sólo les falta tiempo
para, con tanto niño ahogado adentro,
deshacerse de su estigma de tumbas
y pozos tapados.

Les sobran los gritos
y ese ruido de huesos en lo hondo.

Les sobran
sedimentos que empujan abajo
una tranquilidad de suspiro,
siempre un sorbo
que se queda sonando
como estertor entre las costillas:

es el vacío
del alma
que muere primero,
son los pulmones
que sacan los ecos anticipados
de los últimos palpitares
como espejos de lo más lastimero.  

Pero a las norias les faltan
las horas de los ahogados
más hondos,

esos que ni el océano
reconoce
con tantas caras
que les ha cambiado la marea,

esos con que se puebla
de silencio
los espacios de las olas,
los ruidos del mar.

Les falta la amplitud 
que sólo puede dar el recuerdo de los más dolientes naufragados.


viernes, 24 de septiembre de 2010

Del nombre del blog

Este poema figura como uno de mis favoritos, el primero del libro Trilce de Cesar Vallejo.  Precisamente es con el último verso con el que bautizo este blog.   

I


Quién hace tánta bulla, y ni deja
testar las islas que van quedando.
Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea
             grupada.

Un poco más de consideración,
y el mantillo líquido, seís de la tarde
             DE LOS MAS SOBERBIOS BEMOLES.

Y la península párase
por la espalda, abozaleada, impertérrita
en la línea mortal del equilibrio.