Para
el harakiri
no
existe
ocaso,
es imperio
del
sol
sólo
naciente.
Trama
–del
ser al metal
y de vuelta–
el resurgir:
la sangre
del suicida
sirve
de riego
al
arroz.
Cualquier
sacrificio
encuentra
a su
serpiente:
mordiéndose
la
cola,
la
cifra
de
infinidad
se le hermana.
Desembocan
tus labios
lejos.
De un paisaje
efigie:
desnuda
pruebas
que todo
es repetido.
Hasta ramas
acumula
tu cause
a sus riquezas.
Porque,
junto al proclive
de vida,
la muerte
en la marisma
impera.
Yo respondo
repartiendo
–río arriba,
río abajo-
besos.
Es tortura
de latir
su atruene,
el tanto
resemblarse
centella
y sangre.
No hay paz
a quien
se empapa:
sólo en
leves lloviznas
vivimos.
Como abrigo
del ahogo
ese irrigar
también
nos trunca –
hasta en querer
tenemos
cuentagotas.
Expiar
no es palabra
para la otra piel
que, con culpa,
habita
el hombre:
expiar
no es palabra
de lavandera.
De imborrables
estigmas
discuten.
La ropa
se lava,
se seca
sólo para volver
a ensuciarse.